Me lo compró mi padre para la terraza hace unos días. Creo que él no es consciente de que no he heredado su mano para criar planticas (menuda gloria de huerto tiene), pero como le aseguraron que era un rosal resistente lo he plantado esta mañana, nada más levantarme, con mucha fe.
Había que ponerlo junto a una pared porque es trepador, pero el sitio bueno para colocar el macetón estaba ocupado por una estantería. Así que he quitado la estantería. Y ahora, ¿dónde la pongo? Mi casa es como un rompecabezas de esos que solo tienen un hueco…
Bien, pues ha llegado la hora de quitar el armario de la terraza, que está ya muy estropeadico y además solo guarda tarros, la mayoría para tirar. Saco los tarros, pero… no son tantos para tirar. Algunos sí, y voluminosos: en poco rato tengo ya un montón de bolsas de basura de buen tamaño que tendré que sacar a la noche. De momento, lo que hacen es estorbar bastante el trajín.
Lo que no es para tirar ya no lo podemos dejar en la terraza, así que me dispongo a llevarlo todo al trastero que hay en el garaje.
Huy, el trastero.
A tope. No se puede ni pasar. Hay que hacer hueco, está claro. Me pertrecho de más bolsas de basura y me remango: hala, a tirar. Apuntes de la carrera, manuales de informática del año la pera, papeles, papeles y más papeles, cables, cables y más cables, varios aparatos de arqueología electrónica, cantidades ingentes de disquetes… e incluso una buena ración de libros merluzos.
Al terminar me he dado cuenta de que con esa ‘limpia’ he acabado con uno de los rastros, diría que uno de los últimos, de mi vida pasada: he dejado sitio para los juguetes viejos, las tablas de corcho para la playa, las hamacas, la nevera portátil, la ropa de invierno, el trineo de plástico… Ahora es un trastero ‘familiar’, en sus inicios fue un mero almacén de libros y herramientas de trabajo.
No me da ninguna morriña. Desde que me fui de la casa de mis padres para ir a la Universidad, y hasta que nos instalamos aquí hace ya trece años, cambié de casa un montón de veces. En cada traslado se quedaban cosas, se perdían otras y se desconjuntaba la mayoría. Pese a que tardé muchísimo en tener un solo mueble propio, siempre pensé que acumulaba demasiados trastos, que no sabía moverme ligera ni aun para pasar un fin de semana.
El apego a las cosas viejas sí lo he heredado de mi padre. Cuando era jovencita, de vez en cuando ayudaba a mi madre a despejar el piso de arriba, en mi casa de Tauste: un piso entero destinado a trastero, lleno de armarios y cacharros. «¡Cuánto tarro! ¿Para qué queremos todo esto? ¡Yo no sé cómo se las arregla la gente que sólo tiene un piso!». Le daba de pronto el punto «esto no puede ser» y se agenciaba no bolsas de basura, como yo hoy, sino sacos para liquidar toda aquella montonera. Se desesperaba primero conmigo («Ay, mama, no tires esto, que igual me vale para un carnaval…») y luego con mi padre, encargado de llevarse todo con el coche para tirarlo a las enronas, aunque él se llevaba los sacos a una caseta del Campo la Villa para inspeccionarlos cuidadosamente y rescatar lo que le parecía, que solía ser una buena parte que poco a poco iba volviendo a casa, como aquel que no se nota que un día devuelves a su sitio un trasto y otro día otro.
Algo así me ha pasado también con mi santo. Cielos, un dejà vu. Hoy, sin embargo, yo ocupaba el papel de mi madre.
Al cabo de un montón de horas he conseguido controlar el caos originado por el bendito rosal, si bien nadie lo diría de ver ahora el estado en el que estamos. Voy molida.
Pienso en algunas de las cosas que aguardan, metidas en las bolsas, a que las saquemos luego para que se las lleve el camión de la basura. Bah, ninguna de ellas le habría servido a mis chicos para un carnaval.
La estantería está estorbando en mitad de la terraza, aguardando a que descuajeringuemos el armario, ya vacío, y lo llevemos a tirar en cuanto podamos. En esta casa, y en mis días, siempre hay algo que está provisional.
El rosal sí parece estar a gusto. Se le ve fresquico y estupendo, confío en que le irá bien. De momento, ha tenido una entrada espectacular. Quién hubiera dicho, mientras removía la tierra del macetero esta mañana con una palica, que lo que iba a acabar removiendo era no sólo mi casa entera, sino mis recuerdos; y que mientras hacía hueco para organizar las cosas, tirando lo viejo, iba a abrir espacio en mi cabeza para viejas historias recién desempolvadas… e incluso para mirar un momento, como desde fuera, dónde estoy yo y cuál es mi sitio.
Pues ya ve usted, doña Mari, lo apegados que estamos a los cachivaches y los recuerdos.
Le confío que, durante una temporada yo también lo guardaba todo. Pero, después de seis mudanzas en cuatro años, decidí que lo que está para tirar se tira.
Ahora he vuelto a almacenar demasiados zarrios. Por fortuna, las pequeñas van creciendo y cambiado de intereses (lo que conlleva redefinir espacios), así aprovecho para ir vaciando armarios (y pintando paredes, que a algunas ya les toca).
Haga el favor de no decirle nada del rosal a la Menguele de la Poda que tengo en casa. Que le va en un pis pas con la podadora y me le hace una escabechina. Ojo, que luego las plantas crecen mejor, eso es verdad, pero que siempre me da por pensar que si le hace eso a una pobre planta lo que le puede hacer a un ser humano que la responda mal. Madre mía.
ese rosal lo tengo que ver yo
Puánde parais, Toñoooo!!
Ande Anibal criaba elefantes mañaaaaaaa !!
un dia de estos nos vemos
Por cierto, «donde» en portugués, se dice «onde», curioso ese «ande» aragonés
escríbenos otra cosa, vaaaa…
Siiii, siiiiii, vengaaaaaaa
Vuelvo el domingo…
dios, qué vagastoy