En la caseta de Valdecarro hay un hogar y hemos encendido fuego para hacer cosas ricas a la brasa. Después de comer, lo hemos avivado y disfrutado de él un poco. Luego, la peña se ha ido a triscar por el monte: los unos a pasear, los otros a localizar el Pino Guarnizo (una belleza de árbol enorme). Algunos, menos andarines, han optado por irse a Castejón a echar café y copa. Sólo mi suegra y yo nos hemos quedado sentadicas junto al fuego; ella a dormitar un poco y yo a leer. Un rato de paz.
No había terminado de leer la primera página cuando han vuelto dos de mis cuñadas con Julia de la mano: «¡Un pantalón, necesitamos un pantalón!». Julia se había caído en un charco, botas y pantalón empapados. No llevábamos de repuesto, así que la peque se ha tenido que quedar conmigo: tres chicas, tres generaciones delante del hogar. Hemos puesto las prendas mojadas delante del fuego y he envuelto a Julia en una manta. Arrebujada en mis brazos, un poco atemorizada por el crepitar de los troncos, las brasas reflejadas en sus pupilas, ella ha sabido crear la magia del calor y de la risa, la complicidad de un momento hermoso.
Julia reía nerviosa haciendo bromas, mientras su cuerpecillo daba corcobos, porque le asustaba un poco el crepitar del fuego. Escondía la cabeza en la manta, apretaba su cabecita en mi pecho: «El fuego es amarillo, ¿verdad, mama? Y naranja, y rojo… Y esta manta huele a pies».
Reía para vencer su pequeño miedo. Luego ha pedido pan. Y he sido la persona más feliz del mundo junto al hogar, con mi hija en brazos, el fuego en sus pupilas, su boca mordisqueando el pan, su cuerpecillo apretándoseme para buscar la seguridad del mío.
«María guardaba todas esas cosas en su corazón», dicen los Evangelios cuando hablan de los sucesos de la niñez de Jesucristo. Yo, atea y todo como soy, no puedo evitar acordarme de eso cada vez que vivo alguno de estos momentos mágicos que nos regalan los niños. No sé cómo los Evangelistas pudieron saber que María hacía eso; pero a fe que es perfectamente creíble: es lo que hace cualquier madre. Guardarlos en su corazón. Para saborearlos, para disfrutarlos luego, para hacer la vida amable, para usarlos como antídoto contra los sinsabores.
[He cogido la foto de aquí.]