Alberto Menjón en el Homenaje a Anita Larraz

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Mi único hermano, Babil, es íntegramente musical. Como es mayor que yo, no puedo afirmar que lo fuese desde bebé, pero estoy segura de ello. No me cuesta nada imaginármelo, gordito gordito, atendiendo con los ojos bien redondos a las canciones que mi madre le cantara, si le gustaban, y haciendo pucheros si no eran de su gusto, exactamente como hacía su hijo cuando era una auténtica miniatura.
Con nueve o diez años, mi hermano tenía una voz preciosa. Le ponía a todo el mundo los pelos como escarpias cuando cantaba el Ave María de Gounod. (Es ésta; pero hay que imaginársela cantada por una limpísima voz blanca y sin gorgoritos. Yo no la puedo oír sin emocionarme; a veces la toca una violinista que se pone en la calle Alfonso, y siempre se me arrasan los ojos.)

Ya por entonces empezó a aprender a tocar el piano con Anita Larraz, una de las dos profesoras de música que había en el pueblo. Cuando aquella voz prístina suya se le tornó voz de canónigo, empezó a dar la tabarra con el piano; no tocándolo, sino pidiéndolo. Lo pedía a todas horas:

–Babil, ¿quieres tomate con la carne?

–Yo no quiero tomate: yo quiero un piano.

–Babil, necesitas comprarte unos pantalones. 

–Yo no necesito unos pantalones: yo necesito un piano.

Como en mi casa no teníamos perras, yo no pensaba que lo fuera a conseguir. Pero por fin un año, mi padre, supongo que rindiéndose ante aquel empeño tenaz (pero tenaz, ¿eh?, tenaz), cogió de la cooperativa el sobre con el dinero de lo que cosechó en el monte, y se fue con él a la Sala Rono. A los pocos días, teníamos en casa un precioso Yamaha negro.

Mi hermano tiene talento para la música y tocaba muy bien. Pero llegó un punto en el que tuvo que optar entre dedicarse plenamente a la música o a las síntesis de paladio y platino, que eran el tema de su tesis doctoral; y eligió esto último. Como en toda tesitura semejante, lo que no se elige da mucha pena no haberlo elegido.

Dejó, pues, de interpretar música; pero nunca ha dejado, ni dejará, de disfrutarla. Y eso, como ya he dicho alguna vez por aquí, a mí me parece un don.

Su talento se lo transmitió íntegro, vía genes, a su hijo. Alberto no sólo toca el piano que es una pasada, sino que tiene la fortuna de ese mismo don musical, manifiesto en su propia manera de ser.

Me da un poco de cosa ponerme aquí a echarle flores a mi sobrino; temo parecer la típica tía tontona, modelo «ay, no saben ustedes lo listo que es mi chico», y tal. Además, relatar la trayectoria de este crío, que tiene ahora 16 años (así que, ejem, ya no es tan crío; aunque en eso reconozco que sí soy la típica tía tontona), y glosar su brillantez, que es asombrosa, podría dar la impresión de que hablo de un tío pitagorín al uso… y déjenme que les diga que no van por ahí los tiros.

Lo mejor es escucharle. No va a poder ser aquí: no tengo grabación que enlazar, para mi pena (y la de ustedes). El sábado, sin embargo, tuvimos la ocasión de oírle por primera vez en Tauste, en un homenaje que se hizo a la memoria de las dos maestras de música que ha tenido el pueblo, y que trabajaron a la vez, en aproximadamente los mismos años: Ana Larraz y Rafaela Royo. En el título del post he puesto sólo a la primera, y ya me perdonarán los deudos de la segunda, pero es que a Rafaela prácticamente no la conocí. Ellas fundaron en 1980 la Escuela Municipal de Música y, sobre todo Anita, crearon coros e iniciativas musicales innumerables, sembrando la semilla del amor por la música en varias generaciones, como se pudo ver el otro día en el homenaje, en el que participó muchísima gente: miembros de los coros, del orfeón, antiguos alumnos… Su estela sigue bien viva y fértil.

Brilló Alberto en el concierto del sábado: encandiló a todo el mundo. Tocó tres piezas hermosísimas, impecables. No se oía una mosca en la sala, y los aplausos al final fueron un clamor. La vena musical de esa criatura me volvió a poner, como siempre hizo mi hermano, la emoción en la garganta.

Enhorabuena, cariño. Y un millón de gracias por toda la belleza que nos regalas.

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