Cajal, el rey de los nervios

Hoy se ha estrenado la obra de teatro de títeres «Cajal, el rey de los nervios«. Me han contado unos pajaritos que han ido al estreno, que ha sido una auténtica gozada.

No sabéis lo que me alegro.

Me gustaba de ese proyecto todo: la idea, los títeres, el objetivo, el título. Pero no conocía más que el pequeño dossier de presentación. No sabía cómo era la obra, cuál el resultado.

Pues, al parecer, es magnífico.

En realidad, no podía ser de otra manera, si…

…el autor es Adolfo Ayuso,

…la dirección es de Ignacio Fortún y Helena Millán,

…la ponen en escena Los Títeres de la Tía Elena,

…participa mi querida paisana Sol Jiménez,

…la escenografía es de Ignacio Fortún

y el diseño gráfico de Fernando Lasheras…

Mirad a las neuronas bailarinas, los personajes de la obra, el microscopio que utiliza el Cajal adulto…

¿No os dan ganas de verla ipsofactamente?

La ponen en el Centro Joaquín Roncal, de la CAI, pero sólo es para colegios. Tienen ya una tira de coles apuntados (entre los que, por cierto, no está el de mis críos: grrrrr) y apalabrada una gira posterior. No sé si no me acabaré colando en alguna función…

La idea partió de Ciencia Viva; una asociación que no conocía y que organiza, al parecer, actividades estupendas. (Voy a ponerle un pero: tienen una birria de página web.) Esto es lo que cuentan que pretendían con esta obra:

Se presenta la figura de don Santiago desde perspectivas diversas, dado su carácter polifacético, dando realce a sus rebeldías y travesuras adolescentes y a su curiosidad, con el método científico sobrevolando la escena en todo momento y, en palabras de los guionistas, siempre con el microscopio presente, pero mirando más allá.

Se ha organizado para que los jóvenes alumnos disfruten con el conocimiento científico como fondo y entiendan que sin la curiosidad, el planteamiento de preguntas y la búsqueda de respuestas no hay avances científicos.

En la guía didáctica (que es otra gozada), de hecho, se plantea la cuestión de qué es un científico:

Podríamos decir que un científico es alguien:

  • Que le gusta mirar todo lo que pasa a su alrededor
  • Que tiene curiosidad por saber y por entender las cosas que ve
  • Que busca explicaciones a esas cosas
  • Que intenta hacer pruebas o experimentos para comprobar que esas explicaciones son ciertas o falsas
  • Que tiene una gran paciencia para aprender de sus errores y una gran voluntad para seguir buscando nuevas explicaciones

Enhorabuena a todos los autores y promotores de este precioso trabajo.

Y voy a llamar ahora mismo al cole de mis críos (grrrrr) para que se apunten, puñetas ya.

 

 

 

Publicado en Canela de la molida | Etiquetado , , | 4 comentarios

Alberto Menjón en el Homenaje a Anita Larraz

20090407013458-alberto-2.jpg
Mi único hermano, Babil, es íntegramente musical. Como es mayor que yo, no puedo afirmar que lo fuese desde bebé, pero estoy segura de ello. No me cuesta nada imaginármelo, gordito gordito, atendiendo con los ojos bien redondos a las canciones que mi madre le cantara, si le gustaban, y haciendo pucheros si no eran de su gusto, exactamente como hacía su hijo cuando era una auténtica miniatura.
Con nueve o diez años, mi hermano tenía una voz preciosa. Le ponía a todo el mundo los pelos como escarpias cuando cantaba el Ave María de Gounod. (Es ésta; pero hay que imaginársela cantada por una limpísima voz blanca y sin gorgoritos. Yo no la puedo oír sin emocionarme; a veces la toca una violinista que se pone en la calle Alfonso, y siempre se me arrasan los ojos.)

Ya por entonces empezó a aprender a tocar el piano con Anita Larraz, una de las dos profesoras de música que había en el pueblo. Cuando aquella voz prístina suya se le tornó voz de canónigo, empezó a dar la tabarra con el piano; no tocándolo, sino pidiéndolo. Lo pedía a todas horas:

–Babil, ¿quieres tomate con la carne?

–Yo no quiero tomate: yo quiero un piano.

–Babil, necesitas comprarte unos pantalones. 

–Yo no necesito unos pantalones: yo necesito un piano.

Como en mi casa no teníamos perras, yo no pensaba que lo fuera a conseguir. Pero por fin un año, mi padre, supongo que rindiéndose ante aquel empeño tenaz (pero tenaz, ¿eh?, tenaz), cogió de la cooperativa el sobre con el dinero de lo que cosechó en el monte, y se fue con él a la Sala Rono. A los pocos días, teníamos en casa un precioso Yamaha negro.

Mi hermano tiene talento para la música y tocaba muy bien. Pero llegó un punto en el que tuvo que optar entre dedicarse plenamente a la música o a las síntesis de paladio y platino, que eran el tema de su tesis doctoral; y eligió esto último. Como en toda tesitura semejante, lo que no se elige da mucha pena no haberlo elegido.

Dejó, pues, de interpretar música; pero nunca ha dejado, ni dejará, de disfrutarla. Y eso, como ya he dicho alguna vez por aquí, a mí me parece un don.

Su talento se lo transmitió íntegro, vía genes, a su hijo. Alberto no sólo toca el piano que es una pasada, sino que tiene la fortuna de ese mismo don musical, manifiesto en su propia manera de ser.

Me da un poco de cosa ponerme aquí a echarle flores a mi sobrino; temo parecer la típica tía tontona, modelo «ay, no saben ustedes lo listo que es mi chico», y tal. Además, relatar la trayectoria de este crío, que tiene ahora 16 años (así que, ejem, ya no es tan crío; aunque en eso reconozco que sí soy la típica tía tontona), y glosar su brillantez, que es asombrosa, podría dar la impresión de que hablo de un tío pitagorín al uso… y déjenme que les diga que no van por ahí los tiros.

Lo mejor es escucharle. No va a poder ser aquí: no tengo grabación que enlazar, para mi pena (y la de ustedes). El sábado, sin embargo, tuvimos la ocasión de oírle por primera vez en Tauste, en un homenaje que se hizo a la memoria de las dos maestras de música que ha tenido el pueblo, y que trabajaron a la vez, en aproximadamente los mismos años: Ana Larraz y Rafaela Royo. En el título del post he puesto sólo a la primera, y ya me perdonarán los deudos de la segunda, pero es que a Rafaela prácticamente no la conocí. Ellas fundaron en 1980 la Escuela Municipal de Música y, sobre todo Anita, crearon coros e iniciativas musicales innumerables, sembrando la semilla del amor por la música en varias generaciones, como se pudo ver el otro día en el homenaje, en el que participó muchísima gente: miembros de los coros, del orfeón, antiguos alumnos… Su estela sigue bien viva y fértil.

Brilló Alberto en el concierto del sábado: encandiló a todo el mundo. Tocó tres piezas hermosísimas, impecables. No se oía una mosca en la sala, y los aplausos al final fueron un clamor. La vena musical de esa criatura me volvió a poner, como siempre hizo mi hermano, la emoción en la garganta.

Enhorabuena, cariño. Y un millón de gracias por toda la belleza que nos regalas.

Publicado en Canela de la molida | Etiquetado , | Deja un comentario

En el monte, junto al hogar

20090309010428-fuego-hogar-3.jpg
Hemos vuelto a Valdecarro. De nuevo, como hace unos meses, habíamos quedado para celebrar allí una comida familiar. Y ha vuelto a ser un día feliz para los niños (el mío mayor, que tuvo fiebre estos días atrás, no sé cómo llevará a partir de mañana el trasiego de hoy, porque hacía un viento fuerte y frío; pero que le quiten lo jugao).

En la caseta de Valdecarro hay un hogar y hemos encendido fuego para hacer cosas ricas a la brasa. Después de comer, lo hemos avivado y disfrutado de él un poco. Luego, la peña se ha ido a triscar por el monte: los unos a pasear, los otros a localizar el Pino Guarnizo (una belleza de árbol enorme). Algunos, menos andarines, han optado por irse a Castejón a echar café y copa. Sólo mi suegra y yo nos hemos quedado sentadicas junto al fuego; ella a dormitar un poco y yo a leer. Un rato de paz.

No había terminado de leer la primera página cuando han vuelto dos de mis cuñadas con Julia de la mano: «¡Un pantalón, necesitamos un pantalón!». Julia se había caído en un charco, botas y pantalón empapados. No llevábamos de repuesto, así que la peque se ha tenido que quedar conmigo: tres chicas, tres generaciones delante del hogar. Hemos puesto las prendas mojadas delante del fuego y he envuelto a Julia en una manta. Arrebujada en mis brazos, un poco atemorizada por el crepitar de los troncos, las brasas reflejadas en sus pupilas, ella ha sabido crear la magia del calor y de la risa, la complicidad de un momento hermoso.

Julia reía nerviosa haciendo bromas, mientras su cuerpecillo daba corcobos, porque le asustaba un poco el crepitar del fuego. Escondía la cabeza en la manta, apretaba su cabecita en mi pecho: «El fuego es amarillo, ¿verdad, mama? Y naranja, y rojo… Y esta manta huele a pies».

Reía para vencer su pequeño miedo. Luego ha pedido pan. Y he sido la persona más feliz del mundo junto al hogar, con mi hija en brazos, el fuego en sus pupilas, su boca mordisqueando el pan, su cuerpecillo apretándoseme para buscar la seguridad del mío.

«María guardaba todas esas cosas en su corazón», dicen los Evangelios cuando hablan de los sucesos de la niñez de Jesucristo. Yo, atea y todo como soy, no puedo evitar acordarme de eso cada vez que vivo alguno de estos momentos mágicos que nos regalan los niños. No sé cómo los Evangelistas pudieron saber que María hacía eso; pero a fe que es perfectamente creíble: es lo que hace cualquier madre. Guardarlos en su corazón. Para saborearlos, para disfrutarlos luego, para hacer la vida amable, para usarlos como antídoto contra los sinsabores.

[He cogido la foto de aquí.]

Publicado en Canela de la molida | Deja un comentario

Un mes más tarde: San Antón

Va a hacer un mes que se celebraron en mi pueblo las X Jornadas de Historia local, un empeño que parecía, cuando a finales de los 90 se preparaban las primeras, que quizá no pudiera dar mucho de sí. Ya se sabe, lo típico: que si la gente a estas cosas no responde, que si esto no interesa, que si un tema reducido a la historia del pueblo se agota pronto… Pues toma ya: diez años, a cinco charlas por cada edición, el caso es que en Tauste se llevan ya cincuenta charlas programadas, y las cincuenta han sido interesantes, a juzgar no sólo por la calidad de muchas de ellas, sino por el éxito de asistencia alcanzado, siempre a tope de público. Siempre a tope: ¿cómo que no interesaba?

La Asociación El Patiaz se encarga de organizarlas; y este año me pidieron que participara con una charleta sobre la iglesia de San Antón.

¡Ay, San Antón, pobrecica! Yo le tengo muchísimo cariño, por singular, por modesta, por desconocida, casi por misteriosa… y porque hace ahora nada menos que 25 añazos hice un trabajo de curso, para una de las asignaturas de 2º de carrera, sobre ella, cuando estaba en pleno proceso de restauración.

Aquí, la coleguita con sus 19 añitos en flor, haciendo de petoste enmedio de las obras.

Le digo pobrecica a esta iglesia porque ha llevado muy mala vida. Siempre la conocí cerrada, hundiéndose; y cuando finalmente la restauraron, para empezar el resultado no fue demasiado respetuoso, en fin, pero lo peor es que desde que las obras acabaron ha permanecido cerrada y sin uso. Veinticinco años lleva así, y vuelve a empezar a deteriorarse. ¿Para qué se restauró, entonces? ¿Para qué se invirtió el dinero? Obviamente, para salvar el monumento; pero…

La charla de estas últimas jornadas pretendía servir para dos cosas: para destacar las singularidades del monumento, puestas al descubierto en su mayoría durante el proceso de restauración, del que fui privilegiado aunque inexperto testigo (sólo tenía, insisto, 19 años); y para proponer al respetable una reflexión sobre la utilidad de aquella restauración, sobre el uso que cabría dar, de una vez, a esta iglesia.

De las singularidades, destacaré sólo que

–esta iglesia, al menos la parte de su cabecera, es el monumento románico más meridional de las Cinco Villas, situado en una tierra donde domina el ladrillo y donde, por tanto, floreció el arte mudéjar; así que se empezó en grandes sillares de piedra, como mandaban los cánones europeos, pero enseguida hubo que desistir del empeño y seguir con el material que se tenía más a mano, porque en mi pueblo no hay piedra de ésta caliza estupenda, así que se empleó la humildísima y abundantísima piedra de yeso. (Pasó algo parecido en otros lugares, como Magallón o la propia Seo de Zaragoza; pero allí la continuación de la obra se encargó a los mudéjares y ellos la siguieron en ladrillo, con un resultado bastante más espectacular. En mi pueblo debimos de ser unos cabezones y nos dio por otra cosa, supongo tal vez que por empeño en «no dársela a los moros», con resultado mucho más pobre.)

–que, pese a esa extraordinaria ubicación, se contó para decorarla con el mejor maestro escultor del momento, el llamado «Maestro de Agüero» o «Maestro de San Juan de la Peña», que dejó muestras de su arte en numerosas iglesias y monasterios de la Jacetania y las Altas Cinco Villas, reconocibles por su fina talla y por algunas escenas recurrentes en su quehacer, como la famosa bailarina que se contorsiona hacia atrás, hasta rozar el suelo con su cabellera.

Una de las piezas del Maestro de Agüero hechas para San Antón, halladas durante las obras de restauración.

Un capitel similar, en la portada de la iglesia de San Salvador de Ejea. Foto tomada de www.romanicoaragones.com.

–que conserva restos de pinturas murales góticas en uno de sus muros, en concreto un Pantócrator que descubrieron en una visita mis queridos profesores Joaquín Vispe y Gonzalo Borrás, allá por el año 82, acompañados por mi no menos querido Carlos Alegre, que era entonces el alcalde. Luego las pinturas casi desaparecieron, comidas por la humedad. (Ay…)

–y que quedan muchas incógnitas por descubrir todavía, pues no ha sido objeto hasta la fecha de ninguna investigación digna de llamarse tal. No las detallo aquí porque me saldría un post larguísimo. Pero son, se lo aseguro, muy jugosas.

La jornada fue para mí muy agradable, y hasta tuvo sorpresas: la mejor, la presencia aquella noche de mi amigo Harry Sonfór, que se vino de propio con su señora, y vaya alegría que me di. Ay, qué alegría. También me alegró ver allí a tantos amigos, oír la presentación de mi amiguica Maricarmen Ansó («Mamen» en los comentarios de este blog) y contar con la presencia de mi padre, tan poco aficionado a salir de casa y menos para estos saraos; no oyó un pimiento porque está bastante sordo y se puso muy atrás, pero igualmente le gustó mucho mi intervención. Eh.

Lo que me gustaría verdaderamente es que esa charla hubiera servido para algo. En concreto, para que el debate que se suscitó al final sobre el posible uso que cabría dar a la iglesia, y en concreto sobre si convenía o no dedicarla a Centro de Interpretación del Dance (aclaro que el Dance de Tauste es una de nuestras señas de identidad más queridas, y que cuenta con la declaración de Fiesta de Interés Turístico), condujera a una resolución concreta que la hiciera revivir.

A mí, sinceramente, no me parecería mal que ese espacio sirviera para contar la historia del dance, explicar en qué consiste y difundir su valor, ayudar a conocerlo mejor. Pero si no se considera ése el destino más adecuado para el monumento, creemos allí una ludoteca (que andamos escasos en Tauste de recursos para los críos), o traslademos allí la biblioteca, o convirtámosla en un pub. Lo que la gente quiera, lo que el pueblo decida, pero que se le dé un uso: lo que no podemos hacer es dejárnosla caer, seguir teniéndola abandonada y llena de humedad. ¿Qué pasa con una casa cuando se cierra? Pues eso mismo está ocurriendo con la iglesia.

Mi pueblo es grande, tiene más de 7.000 habitantes pero muy poco empuje cultural. Está la excelente Casa de Cultura, vivísima y activa, casi desbordada; pero esa casa se creó en los años 80, y desde entonces pocas iniciativas de importancia se han puesto en marcha. A mí se me suben los colores cuando veo que pueblos mucho más chiquiticos, con menos recursos y peor comunicados tienen festivales de cine, museos, centros de interpretación, jornadas de múltiples temas, exposiciones, actividades de mil colores… y en mi pueblo grandón y rico seguimos pensando, como cuando se organizaban las primeras Jornadas de Historia, que esas cosas no interesan a la gente y que son poco menos que accesorias.

No dejemos que San Antón se nos vuelva a caer, no lo dejemos abandonado más tiempo. No seamos tan irresponsables. Y busquemos dinero para financiar un estudio: estoy segura de que todas esas incógnitas que aún mantiene se convertirán en estupendas sorpresas.

Publicado en La vida misma | 1 comentario

El bombero torero y la dignidad

Hace dos años fui a ARCO, la feria de arte contemporáneo que anualmente se celebra en Madrid y que por cierto acaba de cerrar sus puertas en su edición de 2009. Para entonces ya tenía dos años Ainhoa Yoldi, la hija de LaMima, así que cuando llegué al espacio de la Galería Sandunga y vi los cuadros de la serie «…y fueron felices», del artista malagueño Carlos Aires, los ojos se me quedaron clavados en este cuadro:

«Bullfighter 4», ponía en la cartela. Le acompañaban otras figuras llamativas, como la de una cabaretera ya muy mayor con su maquillaje excesivo y sus enormes plumas, monjas botijudas, un carnicero, un luchador de ésos que llevan careta y otros toreros:

Todas las imágenes de esa serie transmitían una sensación de decadencia, una especie de «quiero y no puedo», agudizada por la solemnidad con la que se presentaban los cuadros, invariablemente retratos de personajes con rostros serios que emergían de un fondo oscuro, perfilados con grandes marcos de madera clásicos y algo barrocos.

Retiré la mirada y pasé adelante con un nosequé de amargura que se me quedó en la boca del estómago. La gran parafernalia de ARCO siguió exhibiéndose ante mis ojos pero yo no podía dejar de pensar en los cuadros de Carlos Aires.

Y en Ainhoa.

Intenté tomar distancia. ¿Qué habría pasado de no darse la circunstancia de que yo conocía y quería a una niña con acondroplasia, a una niña enana? Quizá ni habría reparado en esas imágenes, o no más de medio segundo. ¿Habría sonreído al verlas? ¿Habría hecho algún comentario jocoso? Pudiera ser.

Recuerdo vagamente las apariciones aquellas del integrante alto del Dúo Sacapuntas en el «Un, dos, tres…», acompañado de varios enanos. Eran otros personajes cómicos más, como tantos otros que salían en el programa. Pero recuerdo bien, no vagamente, el jaleo mediático que se montó cuando «alguien» protestó por aquellas apariciones, por considerarlas denigrantes para los enanos, y los comentarios que se vertieron sobre el asunto en los medios de comunicación. Recuerdo sobre todo un argumento: «A ellos los han fastidiado: los han dejado sin trabajo». Y reaccioné como cualquier otra persona desinformada:

–Coño, pues los han jodido. ¡Y todo por el rollo puñetero éste de lo políticamente correcto!

Tuvo que nacer Ainhoa cerca de mí, necesité ponerme en el lugar de su madre y, después, en el de ella, para mirar. No «para mirar desde otro punto de vista», sino simplemente para mirar.

El hecho de que no seamos capaces de ver un problema porque no nos afecta directamente no significa que ese problema no exista. Es una postura comodísima. ¿Qué más nos da que no haya rampas si nosotros, o alguien con quien convivimos, no nos movemos en silla de ruedas?

¿Qué más da que un enano se gane la vida como bombero-torero y, cuando la temporada taurina cesa en invierno, ejerza de stripper en un club para despedidas de soltero? Ni lo pensamos. No nos cae cerca. En fin, se ganan la vida como cualquier otro, y punto.

Se ganan la vida haciendo reír, como los payasos. ¿No son dignos, los payasos? ¿Es malo hacer reír?

No, hacer reír no es malo: todo lo contrario, es una maravilla, una bendición. Pero no seamos hipócritas ni cojamos el rábano por las hojas. Hay risas bordes: son las provocadas no por la gracia que alguien hace o dice, sino por la burla de quien las protagoniza. Es la diferencia –que en principio todos tenemos muy clara, pero en el fondo no tanto– entre reírse de algo o de alguien. Hay situaciones en las que no sabemos poner el filtro entre una cosa y otra, hasta que por algún motivo tomamos consciencia de ello. Es entonces cuando miramos. Hasta ese momento, sólo pasábamos por allí, inocentemente.

¿Inocentemente?

Cuando yo era pequeña, era normal que la gente se mofara de «los subnormales». Después de mucho trabajo por parte de mucha gente durante muchos años, afortunadamente hoy eso sería impensable. Hace más años aún, los ciegos sólo podían ganarse la vida pidiendo limosna o recitando romances por los pueblos, sujetos al desprecio de los demás, como seres marginales que eran. Estamos hablando no de hace varias centurias, ni del Siglo de Oro y sus comedias, sino de hace pocas décadas. Es reciente su incorporación, aún no total, a la sociedad «normal».

Bueno, ¿y con los enanos, qué pasa?

Pasa que, en este caso, en ciertos aspectos hemos ido para atrás desde el Siglo de Oro. Sólo en ciertos aspectos. Imagino que habría enanos, quizá la mayoría, que fueran vilipendiados; había otros, sin embargo, apreciados en extremo y con gran poder en la Corte. Los retratos de enanos que pintó Velázquez han sido siempre interpretados como una de las señas de identidad del arte barroco, aquella que se fija y recrea en los seres deformes, extraños, frente a la perfección humanista y canónica del Renacimiento. Sin embargo –y esto no es idea mía, sino que está establecida por historiadores de sólido prestigio–, esos retratos velazqueños no respondían al divertimento de alguien que tenía obsesión por los personajes exóticos o raros, como aún leemos en algún manual de historia del arte, sino a encargos de personalidades de mucho prestigio en la Corte española del siglo XVII.

Aquellos enanos no eran simples bufones de la Corte. Eran personas que, por el simple hecho de convivir con quienes les protegían, podían alcanzar como cualquier otro, como cualquier otra persona de mayor talla física que residiera en ese entorno cortesano, la dignidad, poder e influencia que comportaba la cercanía al rey y a su familia. A esos personajes pintó Velázquez y su categoría sigue siendo manifiesta hoy porque la plasmó perfectamente, como correspondía a un grande de la historia de la pintura universal:

Don Sebastián de Morra, llamado después el Enano de Morra, no era un simple bufón. Miren su retrato. ¿Alguien puede sostener lo contrario?

Aún pululan por mi cabeza las imágenes de Carlos Aires. Él compuso sus cuadros con un deliberado aire velazqueño aunque con un resultado totalmente distinto, pues distinto era su objetivo. Quizá hay en ellos respeto; lo que no hay es aprecio. Son obras hechas, como sugiere la trayectoria de este artista, para provocar: retratos de outsiders, frikies, personas decadentes, patéticas con su rotundo aire de dignidad, una dignidad de la que ellos están convencidos mientras que el observador no; que llaman la atención precisamente por ese contraste que el protagonista seguramente no advierte.

Creo que aunque yo no hubiera conocido a Ainhoa habría reparado igualmente en esos cuadros y no habría hecho ningún comentario jocoso ni me habría reído, como no lo hacía nadie de las muchas personas que vi pasar y detenerse durante el rato que me paré frente a ellos. Habría sentido desasosiego. No exactamente lástima, aunque esa sensación seguramente habría rondado por ahí cerca, esquiva o más bien esquivada.

Cuando finalicé la visita a la Feria, entré en la tienda-librería ubicada junto a la salida. Y vi esto:

La imagen más llamativa de la serie de Carlos Aires había sido elegida para ilustrar la portada de un libro sobre «Arte emergente en España». Esa elección confirmaba que, realmente, era la imagen más llamativa. Se escogió, de hecho, para llamar la atención sobre un libro.

La provocación en el arte, incluso cuando conlleva el riesgo de hacer daño, es legítima si tiene un objetivo. Yo en esta serie, ni en la elección de ese cuadro para ilustrar el arte «emergente» (?) en España, no lo encontré y sigo sin averiguarlo. Las declaraciones del propio artista no me ayudan a ello, ni los comentarios de algunos críticos tampoco.

La pelea frente a todo lo que significa ante la sociedad el espectáculo del «bombero-torero» vino, al menos para mí, después: cuando LaMima se involucró en ella para defender la dignidad de su hija. Esa defensa de la dignidad es la que protagoniza, sin dudarlo, el reportaje que el 11 de enero apareció en el periódico El Mundo sobre el tema. Que no nos despisten ni el titular ni la presencia masiva de los retratos: de lo que se habla es de otra cosa, con un tono reposado y cauto que huye, precisamente, de la provocación. Lo que quiere es informar.

Que no nos despisten, tampoco, los comentarios facilones y torpes que la gente desinformada, como yo hasta hace poco, puede dejar en la página abierta de un periódico digital, o ante los micrófonos de una radio o de una cadena de televisión. Algunos son interesados y hasta malévolos, como los de algún programa radiofónico taurino que me niego a enlazar porque no aporta nada al tema, salvo descalificaciones y un repugnante paternalismo. Pero la mayoría de la gente opina sin haberse parado un minuto a pensar. Basta hacer dos o tres preguntas simples para que la contundencia de algunas manifestaciones se modere, e incluso desaparezca:

–¿Le gustaría que un hijo suyo formara parte del espectáculo del bombero-torero?

–¿Verdaderamente cree que las personas que trabajan en ese espectáculo están condenadas al paro si se acaba ese trabajo?

–¿No tienen los enanos posibilidad de ejercer otra profesión, de tener otro empleo?

Hay personas que han dedicado bastante más que un minuto, y que muchos minutos, a abordar este tema y sus consecuencias sobre la generalidad de las personas que tienen acondroplasia. De hecho, han dedicado cuatro años a hacer un informe cuyas conclusiones, muy resumidas para que no dé pereza leerlas, están aquí (pinchar en el enlace del ensayo de Saulo Fernández Arregui, en la parte inferior). A su autor le sobra autoridad para afirmar que este espectáculo cómico no es inocuo, por mucho que se pretenda presentar como un divertimento inocente y entrañable. El bombero-torero perpetúa la imagen del enano como un ser bufonesco y risible que sólo sirve para eso. Para eso, y para aparecer en los cuadros de un artista que busca la imagen de lo decadente como forma de llamar la atención.

Sólo hace falta pensar un poco y mirar, nada más que mirar, para darse cuenta de que esta polémica es inexistente. No se trata más que de una rémora que arrastramos de otros tiempos más brutales en los que el respeto no era lo habitual. Dentro de poco, afortunadamente, recordaremos el bombero-torero con la sensación de irrealidad y lejanía que hoy tenemos al recordar a los ciegos pidiendo limosna por las calles o a las gentes de bien mofándose de un «subnormal». Y será gracias a las gentes de ALPE, a mujeres valientes como LaMima y al aprendizaje del respeto que todos, paulatinamente, vamos adquiriendo gracias a ellas.

P.S.: ¿Habéis leído el artículo de Vesania?

Publicado en La vida misma | Etiquetado , , | 1 comentario

El Bronx, las galletas y los tiempos

«El Bronx» en mi pueblo es la calle de los bares de marcha. O al menos lo era, verdaderamente, cuando yo moceaba. Es una calle un poco apartada, que baja hacia la carretera desde una placeta que llamamos «del Brasil», porque de siempre el único bar que había habido allí era el Bar Brasil. Que era un bar de los de toda la vida, de tomarte un vino o unas olivas o una anchoa y sacarte (básicamente, los abuelos) la silla a la puerta para sentarte en ella al revés, cruzando los brazos sobre el respaldo.

Tendría yo unos quince años cuando abrieron en esa calle, que por entonces todavía se llamaba «Ruiz de Alda», el primer pub: el Pika’s. Era muy moderno, muy ochentero, todo en blanco y negro, con módulos de espejo, una barra larga, pufs para sentarte y la música, moderna también, puesta a toda castaña. Molaba. Como quedaba muy a desmano del resto de los bares (salvo del Brasil), la gente decía: «Pero dónde va este mozo a abrir allí un paf, casi en Barrio Fuera, si no va a ir ni dios».

Huy, ni dios: todo cristo. Todo cristo joven, se entiende. Cambiamos rápidamente el Hans, que era el garito donde se juntaba la chiquillería moceta, por aquel otro. De modo que, acto seguido, fueron abriendo más bares en la calle. El siguiente fue el Parrot’s. (Ay, el Parrot’s… Nuestro cuartel general durante años y años.) Luego vinieron el 21, el Krass, el Music… Una puerta sin otra, un bar. El Bronx.

Entre semana, íbamos casi todos los días. Nosotros, en concreto, ya lo he dicho, al Parrot’s. No hacía falta quedar: bajabas y siempre había alguien, o no tardaban en acudir. Café o caña, tabaco, charlas, risas, confidencias, chispa, proyectos, bromas, buena música… Si no había gente de tu cuadrilla daba igual: te juntabas con los afines. Y lo bueno de un pueblo es que la afinidad se puede dar con gente de diversa condición, ideas o edad: yo tenía amigos de 15 a 60 años, aprox. De derechas y de izquierdas, ricos y pobres, pijos y hippies. Para que luego digan que en un pueblo hay menos oportunidades de tratar con gente. (De hecho, era una de las cosas que yo llevaba mal cuando me vine a estudiar a Zaragoza: primero, que había que quedar previamente: sitio, día y hora, lo que reducía bastante la espontaneidad y la sorpresa; luego, que casi no había más opción que quedar con los de la Facultad, esto es, los de tu edad, tu clase, tu pequeño grupo de conocidos. Mal, lo llevaba mal. Me parecía un poco pobre.)

En el Bronx, el fin de semana era la juerga loca. Tampoco hacía falta quedar, obviamente. De nuevo, bajabas y ya está. Los bares estaban de bote en bote, y básicamente eso era lo que hacías dentro: pegar botes, trump, trump, y cantar a voz en cuello. Beber y fumar como posesos y, para hablar, a la calle. Si cogías un capazo (trad.: te quedabas hablando un rato largo con alguien) y perdías a la cuadrilla, daba igual: te los encontrabas al rato. Y si no, también daba igual.

Madreeeee, qué juergaaaaas, qué historiaaaaas… (Aquí, el puntito abuela Cebolleta.)

Fueron los tiempos gloriosos de mi peña, La Choldra, una peña atípica que reunía a gente muy variopinta, toda ella genial, y que en principio, como curiosidad, estaba integrada por una mayoría de chicos y muy pocas chicas, aunque luego, conforme el personal se fue echando novia, la cosa se igualó bastante.

Hace siglos que no bajo por el Bronx. Las últimas y extraordinarias veces, en un par de ocasiones muy señaladas, pude comprobar que las cosas han cambiado bastante. Claro. Para empezar, tengo más de 40 tacos. Pero no sólo he cambiado yo: el Bronx es otra cosa. Ahora, el bar de moda que siempre está hasta la bandera, pásmate, es el Brasil, único sitio donde puedes oír una música decente y no variaciones indistinguibles sobre «la jota del oso» (o sea: pumba, pumba, pumba). Para seguir, porque no sale ni una cuarta parte de la gente, que se queda en casa o bien en peñas alicatadas hasta el techo, con vitrocerámica, aire acondicionado y un arcón de esos que tan bien describe mi amigo Sonfór. Para acabar, es que entre semana aquello ya ni abre.

Han cerrado del todo algunos bares; uno de ellos, el Krass, de manera antológica: organizaron un fiestón de despedida donde invitaron a beber a los parroquianos, y los parroquianos llevaron también, a su vez, cosas para invitar; a uno de ellos, un pepo, se le ocurrió llevar para picar unas galletas hechas con maría… y la gente se cogió unos colocones de la hostia. Aunque lo bueno fue que, al día siguiente, al matrimonio mayor que se ocupaba de limpiar el bar les dio por zamparse aquellas galleticas tan ricas que habían sobrado y que se habían quedado en la barra, se pusieron de galletas hasta las cejas… y acabaron, claro, en Urgencias. Pagaría por saber cómo hostias les explicaron lo sucedido a los médicos.

Cuando me lo contaban, me acordaba del chiste: «Abuela, ¿has visto unas pastillas que había en mi mesilla?» «Jojojo… ¿Y tú, has visto los dinosaurios que hay por el pasilloooooo?».

Ay… El Bronx está en franca decadencia. Supongo que, ahora, un veinteañero me diría: y una mierda. Pero no. No soy sólo yo, no soy sólo yo. No es sólo que yo tenga ahora más años, ni se trata únicamente del consabido puntito Abuela Cebolleta. Aquellos fueron otros tiempos: otras inquietudes, un clarísimo ramalazo surrealista, abierto a todo, mucho más abierto que ahora.

En el ambiente de la calle y de los bares, como en muchas otras cosas (el instituto, la política, la vida ciudadana, las aspiraciones), creo que tuvimos la suerte de vivir una época excepcional. Coincidió en nosotros la apertura a la vida con la apertura que, en el país, se vivía tras la dictadura. Se mascaba otra cosa, que era sobre todo ilusionante. Ya sé que todo es cíclico, sí. Pero ahora todo es mucho más muermo. Y creo que va siendo hora de salir del valle.

Publicado en La vida misma | Etiquetado , , , | 2 comentarios